España: es hora de volver

Publicado originalmente en politicaexterior.com

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La crisis ha dejado una España desdibujada como proyecto colectivo hacia dentro y hacia fuera. Ha llegado el momento de abandonar una política exterior basada en la minimización de riesgos y de costes.

España se encamina hacia unas elecciones generales que, si las encuestas no se equivocan, muy probablemente pongan fin a toda una época regida por gobiernos monocolor, sustentados en amplias mayorías parlamentarias que han formulado y desarrollado la política exterior con considerable margen de autonomía. Aunque sea pronto para anticiparlos, es indudable que dichos cambios tendrán consecuencias sobre la política exterior y de seguridad de España. Esos cambios no se refieren solo a una posible nueva orientación en los parámetros básicos de nuestra posición internacional. Al fin y al cabo, las encuestas muestran que, con independencia de quién gobierne y con quién lo haga, es muy improbable que exista una mayoría parlamentaria con capacidad o voluntad de cuestionar el amplio consenso europeísta y atlántico que ha marcado la política exterior española en las tres últimas décadas.

Por tanto, excepto bajo una configuración de gobierno en la que el único actor excéntrico al consenso dominante (la formación Podemos, claramente antiatlantista y crítica con la Unión Europea) desempeñe un papel relevante, es posible anticipar que las dificultades a las que podría hacer frente la política exterior y de seguridad española en la próxima legislatura tendrá que ver tanto con factores internos como externos. En el exterior, se originarán en la dificultad de generar consensos en un marco dominado por la debilidad política relativa de los actores principales. En el interior, en el hecho previsible de que la agenda política nacional absorba la práctica totalidad de las energías de los grupos políticos.
España, recordemos, no solo ha sufrido una recesión económica inducida por la crisis del sistema financiero global y agravada por la insuficiencia de los mecanismos e instituciones disponibles en el ámbito de la zona euro, sino también una muy grave crisis política, social e incluso identitaria. Por ello, los cambios que se avecinan no concernirán solo al régimen de alternancia entre partidos; afectarán a cuestiones más amplias, incluyendo la reforma constitucional, el eventual acomodo de las demandas provenientes de Cataluña o una revisión generalizada del modelo económico y social vigente hasta el momento y que entró en crisis en 2008.

Todo ello, es factible anticipar, dejará disponibles escasas energías y capital político para la tarea de reconstruir la presencia internacional de España, muy disminuida como consecuencia del efecto combinado de cuatro años de crisis y una pérdida generalizada de impulso exterior que antecede a dicha crisis. De este modo, parece difícil que en la próxima legislatura puedan materializarse los incentivos para poner fin al ensimismamiento de España y las voluntades destinadas a revertir el proceso de repliegue estratégico que han caracterizado la política exterior española de esta década. Al menos en su discurrir inicial, es previsible que la legislatura esté más centrada en asegurar el proceso de gobierno y de reformas internas que en proyectar una nueva mirada internacional desde la que abrir el camino hacia la nueva política exterior y de seguridad que España necesita.

Sin embargo, pese a las dificultades, vencer la lógica introspectiva dominante será esencial en la primera legislatura. Primero, porque el contexto internacional al que se enfrenta España está ya marcado por un deterioro profundo de algunas variables y escenarios en los que el país tendrá que operar. Segundo, porque poner fin al proceso de repliegue estratégico conllevará tiempo y recursos y, en consecuencia, será más difícil tener éxito cuanto más tiempo se demore la tarea. Por ello, pese a la urgencia y prioridad que las cuestiones de política nacional tendrán, es necesario lograr un consenso transversal entre las principales fuerzas políticas, al menos entre aquellas que compartan una visión amplia de dichos desafíos para reimpulsar nuestra política exterior y de seguridad.

Desde la asertividad de Pekín en el mar de China Meridional a los desafíos estratégicos que la Rusia de Putin está planteando a Occidente, pasando por la descomposición de Oriente Próximo, la agenda internacional va a dejar cada vez menos espacios para el ejercicio del poder blando, basado en la persuasión, e imponer cada vez más una lógica de poder duro, con la diplomacia como medio, sí, pero con un uso profuso de las sanciones y un reforzamiento de la capacidad de disuasión, vía el aumento de los presupuestos de defensa y las capacidades estratégicas.

Entre los desafíos que tendrán que hacer frente los actores políticos que emerjan de las próximos elecciones, hay que destacar el europeo. La UE se encuentra en una coyuntura especialmente difícil, pues sin haber superado del todo su crisis económica y con agudos problemas de crecimiento y empleo tiene que gestionar una crisis de asilo y refugio para la que, como hemos visto, no está preparada, ni institucional ni psicológicamente. Los riesgos que se derivan de esta crisis son, como en la crisis del euro, potencialmente devastadores para su cohesión interna, pues no solo avivan las tensiones y tendencias centrífugas entre los Estados miembros, sino que alientan la desafección hacia el proyecto europeo en partes importantes de la ciudadanía e hinchan las velas de los movimientos xenófobos, populistas y antieuropeos.

Todavía a medio camino de completar la unión económica y monetaria y dotarla de unos mecanismos e instituciones de gobernanza sólidos que impidan la reproducción de crisis, como la que hemos experimentado desde 2008, la UE se encuentra ahora de nuevo en la tesitura de hacer frente a una crisis de gran magnitud sin estar preparada. A la crisis de asilo y refugio, los Estados miembros han elegido enfrentarse desde una posición nacional, es decir, individual, y hacerlo desde la óptica de la soberanía y la seguridad. Con la excepción de Grecia, Italia y Alemania, que han optado, con estrategias diferentes (acogida, salvamento, integración) por priorizar la garantía del derecho de asilo y los más básicos principios humanitarios por encima de otras consideraciones, la mayoría de los países de la UE han optado por una política basada en la seguridad de fronteras y la salvaguardia del principio de soberanía, algunos de ellos, como Hungría, con un particular ensañamiento, reflejo y consecuencia de la debilidad pasada de las instituciones europeas a la hora de hacer valer los principios democráticos y los valores que son su razón de ser.

Además de la cacofonía habitual de las respuestas de las capitales, una vez más, como en la crisis del euro, los Estados miembros han dejado solos a la Comisión y al Parlamento Europeo. La voz de estos últimos, aunque hablaran en nombre de Europa y sus valores, solo ha podido expresarse, muy tamizada, por el filtro de los intereses nacionales y la política interna de los Estados miembros, sin recursos legales ni institucionales para lograr marcar la diferencia.

En esta cuestión, España no ha estado a la altura de las circunstancias, lo que exige una reflexión. Por sus principios, como país de emigración y con un pasado de exilio, y por sus intereses, pues España es un país para el cual recabar la solidaridad de otros ha sido, es y será fundamental, el gobierno tendría que haber estado desde un primer momento del lado de aquellos que, como Italia, Alemania o Grecia, han actuado con mayor coherencia. Las carencias de la política española en este ámbito, que no tienen tanto que ver con la aceptación o rechazo de cupos concretos de asilados, sino con la falta de voluntad de apoyar la emergencia de una verdadera política europea de asilo, deberán ser corregidas en la próxima legislatura. De poco sirven las proclamaciones de federalismo volcadas en la recién aprobada Estrategia de Política Exterior, un documento con el que extrañamente se cierra la legislatura en lugar de, como era preceptivo, haberla abierto, cuando en la práctica no se impulsan desde el gobierno las políticas concretas que ayudarían a materializar esa visión federal.

Algo parecido puede decirse de la política exterior europea. Aquí, una vez más, tanto las proclamaciones federalistas del gobierno anterior como del actual han chocado con la tozudez con la que los sucesivos ministros de Asuntos Exteriores, también de Defensa, han desarrollado su acción exterior desde un prisma casi exclusivamente nacional. Ni en uno ni otro ámbito ha sido España un país que promoviera una mayor unidad de acción europea, ni tampoco el que más destacara a la hora de comprometerse solidariamente con sus socios. Al contrario, las posiciones sostenidas en cuestiones como el conflicto con Rusia a costa de Ucrania han estado caracterizadas más por la reticencia a asumir compromisos que por la voluntad de sacrificio, solidaridad o liderazgo.

Y en lo relativo a Siria, España ha seguido haciendo valer públicamente su posición histórica de mediador neutral entre el régimen de Bachar el Asad, con el que nuestra diplomacia ha mantenido históricamente lazos privilegiados, y una oposición democrática muy frágil y carente de articulación sobre la que España ha tenido poco o ningún ascendiente. Precisamente por las dificultades intrínsecas del conflicto sirio, España podría haber intentado mediar entre las diferentes visiones existentes dentro de la UE; la franco-británica, más beligerante con El Asad, y la germano-italiana, más partidaria de la negociación.

Ese reflejo nacional mostrado por España –aunque para ser justos es el dominante en el entorno europeo– es precisamente el que impide a Europa actuar de forma eficaz en la crisis de asilo y refugio, una crisis que se origina en la ausencia de política exterior europea y, desde ahí, se transmite sin cortafuegos hasta la crisis de asilo y el auge de la xenofobia. Esa ausencia de cortafuegos, ya vivida en torno a la crisis del euro, debería ser objeto de un análisis de conjunto entre las fuerzas políticas con posibilidad de gobernar tras las próximas elecciones. Ello permitiría repensar el recorte dramático de recursos que ha sufrido la política exterior española, ya sea en su vertiente diplomática, de seguridad o de cooperación al desarrollo, y articular una política exterior con más consenso que el disfrutado hasta ahora. Porque en ausencia de un diagnóstico sobre los desafíos provenientes del exterior, y los riesgos que se derivan de ellos para el proyecto europeo y para la política interna, la política exterior y de seguridad seguirá siendo relegada de la agenda pública, conformándose los principales actores políticos con buscar, de entre las opciones que llegan del exterior, aquellas que tienen el mínimo coste político o económico.

Desde el comienzo de la crisis, España ha sometido su política exterior y de seguridad a una lógica de minimización de riesgos y costes, de ahí que se hayan seguido unas políticas eminentemente reactivas. En ausencia de objetivos claros, tanto la diplomacia como la defensa o el desarrollo (las tres “D” que forman el tridente de la acción exterior de un país) se han visto recortadas, pero no reformadas para adaptarlas a las nuevas necesidades. Ni nuestra diplomacia, ni la cooperación al desarrollo o las fuerzas armadas están hoy en condiciones de soportar un redespliegue exterior de España como socio solidario y fiable. Disponen de la voluntad, sí, y también de la capacidad humana, pero carecen de los medios materiales, las instituciones y, sobre todo, de una visión de dónde están los desafíos que deberemos afrontar, cuáles son los objetivos que queremos lograr y cómo los vamos a conseguir.

Como consecuencia de la crisis, España se ha desdibujado como proyecto colectivo, no solo hacia dentro, sino también hacia fuera. Es hora de revertir ese proceso.

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