Europa, es la hora.

europa es la horaLa Unión Europea atraviesa una etapa crítica. No es la primera vez; de hecho, la Unión Europea surge como consecuencia de una dramática crisis –la Segunda Guerra Mundial– y ha ido creciendo y evolucionado, tanto en sus competencias como en el número de sus Estados miembros, a golpe de crisis. Sin embargo, la crisis tiene ahora tintes claramente distintos. En anteriores crisis –en las provocadas desde fuera, y en las surgidas desde dentro–, el problema se encontraba en la búsqueda de la mejor solución para conseguir superar los problemas del momento, y hacerlo de manera unida. Hoy, la crisis no parece hacer crecer ese sentimiento de unidad, y, muy al contrario, surgen con fuerza las opciones centrífugas, la huida del barco, la búsqueda de una solución individual a los problemas comunes; resurge el nacionalismo y no sólo se extiende el euroescepticismo, sino la fobia hacia la unidad, la fobia a la Unión Europea. Además, se producen dos elementos que son nuevos en este panorama: por un lado, el color político de las fuerzas centrífugas antieuropeas y, por otro, el posicionamiento anti-Unión Europea de quien ha sido hasta ahora no sólo el aliado natural de la Unión, sino su verdadero promotor desde el inicio de su existencia: los Estados Unidos de América. Y, claro es, estos nuevos tintes hacen que la crisis sea más oscura, intensa y peligrosa.

En lo que hace referencia al color político de las fuerzas antieuropeas, en el pasado, cuando las Comunidades Europeas daban sus primeros pasos, en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado, eran los grupos radicales de izquierda –los comunistas y los socialistas más radicales– los que más se oponían a este proceso de integración política y económica de Europa, dado que veían en ello la consolidación del “enemigo capitalista” frente a la Unión Soviética, a la que entonces percibían como la “potencia emancipadora de la clase trabajadora”. A ellos, desde luego, se unían, en su posicionamiento contrario a la integración europea, ciertos sectores de la derecha radical, ultranacionalista. Es esta extraña coalición política la que, en el año 1954, hace fracasar en la Asamblea francesa la Comunidad Europea de Defensa (un proyecto de  establecer una defensa autónoma de Europa, independiente de la OTAN), y es también esta extraña coalición la que, en el año 2005, tumbó el proyecto de Constitución europea en Francia, una vez más, y también en los Países Bajos.

Hoy en día, sin embargo –si bien han surgido nuevos grupos de izquierda antisistema–, no son ya los tradicionales grupos de izquierda, socialistas y comunistas, los verdaderos enemigos del proceso de integración europeo, sino más bien los grupos radicales, ultranacionalistas, de derecha. Y son ellos los más peligrosos enemigos de la Unión, no sólo por las ideas que les inspiran –autoritarias, ultraconservadoras, ultranacionalistas, xenófobas–, sino porque son los que están demostrando tener una mayor capacidad de arrastre popular y de apoyo electoral. Así se comprueba en Estados donde ya gobiernan –Hungría, Polonia– o donde su apoyo parlamentario es grande – Austria, Dinamarca, Suecia, Finlandia, Países Bajos, Francia, Grecia, Italia–. El germen de la desintegración, pues, está ahí, como un cáncer que parece crecer, en algunos países más deprisa que en otros, sin que las fuerzas políticas democráticas y europeístas, divididas entre ellas, logren atajar de manera consistente la enfermedad y poner fin a los problemas comunes que nos afectan. Más bien al contrario, se produce una cierta sensación de impotencia, de aceptación de este debilitamiento del proyecto europeo como algo inevitable. Así, no se quiso intervenir en el debate interno sobre el Brexit en el Reino Unido, como si fuese un acto de injerencia político contestar a las graves mentiras y manipulaciones de los grupos radicales pro-Brexit, y ahora, parece que se está actuando con similar debilidad frente a la deriva autoritaria y antieuropea de los gobiernos de algunos Estados miembros.

En este sentido, produce pena y, al mismo tiempo, vergüenza ver como Estados que han accedido hace bien poco tiempo a la UE y que se han beneficiado –y se benefician– de manera extraordinaria de sus aportaciones económicas, se permiten el lujo de manifestarse euroescépticos, cuando no directamente contrarios al proceso de integración europeo, llegando, incluso, al extremo de la deslealtad. Éste es el caso, por ejemplo, de Hungría, cuyo presidente Viktor Orbán decide recibir en Budapest al Presidente de Rusia, Vladimir Putin, justo el día anterior a la celebración de la Cumbre de Malta, del 3 de febrero, en la que se iba a tratar del refuerzo de los vínculos de integración entre los Estados miembros frente a las amenazas que acosan a la Unión, y no sólo exige el levantamiento de las sanciones de la UE a Rusia, por la anexión de Crimea y la invasión del Este de Ucrania, sino que establece un pacto de colaboración energética con aquel país, al margen de las líneas estratégicas de la UE.

Y, por si los problemas internos no fuesen suficientemente graves, el señor Trump gana las elecciones a la presidencia de los Estados Unidos y no sólo se manifiesta como un radical nacionalista y aislacionista, sino que expresa su menosprecio por la UE, apoyando el Brexit, denunciado las negociaciones comerciales transatlánticas, infravalorando el papel de la OTAN y de Europa en la defensa del mundo y los valores occidentales y, para mayor desaire, quiere proponer como embajador en Bruselas a un amigo, Ted Malloch, quien en una reciente entrevista para la BBC, aludiendo a su experiencia profesional llegó a afirmar: “He tenido en mi anterior carrera un puesto diplomático desde el que he ayudado a tumbar a la Unión Soviética. Quizá haya ahora otra unión que necesite ser domada”. Y frente a esto ¿qué hace la Unión? Pues, el pasado día 3 de febrero, los Jefes de Estado o de Gobierno de la Unión se reunieron en Malta, en una cumbre informal, en cuya agenda había dos puntos principales: la inmigración irregular en el centro del Mediterráneo y el futuro de la Unión. Y, sin embargo, los líderes europeos llegaron a un acuerdo sobre el dramático problema de la inmigración irregular, emitiendo al respecto la denominada “Declaración de Malta”, pero decidieron no hacer declaración alguna sobre la cuestión del futuro político –¡y del presente!– de la UE. Prefirieron someter la cuestión a un estudio previo –libro blanco– de la Comisión y dejar la declaración para el acto de celebración del 60 aniversario de los Tratados de Roma, que tendrá lugar en esa ciudad en marzo próximo.

Creo, sin embargo, que ha llegado la hora de Europa, la hora no sólo de reafirmar sus principios y valores, sino de actuar en consecuencia y de exigir a todos los Estados miembros el cumplimiento del compromiso que tienen con su respeto y con su promoción, como exige el Tratado de la UE. Y quien no lo desee, ha de tener la puerta abierta para irse, como la ha tenido el Reino Unido. No ha de caber ya más titubeo. Es la hora de Europa. Es la hora de la decisión.