Donald Tusk tiene razón

No es hora de la inacción ante las amenazas que se ciernen sobre Europa, sino del coraje.

Etuskn vísperas de la reciente cumbre de Malta, el presidente del Consejo Europeo, Donald Tusk, envió una carta a los veintisiete jefes de Estado y de Gobierno de los países miembros de la Unión Europea, y no sé si también a la señora May, aunque no merecería ser receptora de la misiva. Parece ser que a algunas cancillerías, y también a algunos sectores de la opinión pública europea, el tono de la carta, ciertamente dramático, fue estimado excesivamente beligerante y alarmista. ¿Es eso así? ¿Se pasó de frenada el polaco Tusk en el ejercicio de sus funciones de presidente del Consejo?

En su carta Tusk se refería a “tres amenazas” a las que se enfrenta la Unión Europea, calificándolas como “los retos más peligrosos desde la firma del Tratado de Roma”. ¿Debemos tomárnoslas muy en serio? ¿Son tan reales como las describe Tusk?

La primera amenaza es de de carácter externo y está relacionada con la nueva situación geopolítica en el mundo y alrededor de Europa. La novedad, que resulta determinante, de este escenario es que por primera vez en setenta años hay una administración norteamericana que no sólo no apoya como aliado y amigo el proceso de integración europea sino que, con hechos y gestos evidentes, reiterados y provocativos, está dando muestras de una clara hostilidad a la Unión Europea misma y a su sentido histórico. A lo largo de su proceso de integración Europa contó siempre con la comprensión y sostén de los Estados Unidos. Una Europa unida y fuerte se convirtió en elemento estratégico de la política exterior norteamericana. Podía pensarse que ello fue así por exigencia de la “guerra fría”: la unidad europea se consideraba indispensable para la defensa del mundo libre frente al expansionismo soviético. Pero esta visión mantuvo su continuidad después de la caída del muro de Berlín, con presidencias tanto republicanas como demócratas. Las relaciones transatlánticas prosiguieron intensas y deberían haber dado un ulterior paso con el ambicioso acuerdo de libre comercio.

Las segunda y tercera amenazas son de orden interno y están estrechamente ligadas entre sí. Por una parte, el fuerte crecimiento en los últimos tiempos de quienes siempre han sido adversarios del proyecto europeo: los nacionalismos y los enemigos de la democracia liberal. Las fuerzas políticas que propugnan estas ideologías están envalentonadas y tienen en su punto de mira, en torno al que irónicamente se han aliado los nacionalismos egoístas y xenófobos, destruir la Unión Europea. No podemos ya dejar de reconocer que Trump está alimentando a estas corrientes desestabilizadoras de las democracias europeas.

Pero Tusk añade, muy acertadamente, como “tercera amenaza” el “estado de ánimo de las élites proeuropeas”. Se percibe en estos momentos -¡y cuántas son las páginas que hemos leído al respecto en las últimas semanas!- un clima como de desfallecimiento y de derrotismo en determinados círculos de opinión, tanto en la izquierda como en la derecha. Y están surgiendo por doquier los “profetas de las catástrofes”, que da la impresión de que se regodean con los males y deficiencias de la Unión, cuyo casi inmediato colapso pronostican, y que proclaman al unísono “¡Bruselas es culpable!”, que me recuerda aquel “¡Rusia es culpable!” de Serrano Súñer.

Es esta “tercera amenaza” la que nos diferencia de otros momentos delicados que ha vivido el proceso de integración europea. Porque desde sus orígenes mismos ha tenido enemigos interiores que, ya cuando Schuman pronunció su famosa Declaración, hicieron lo imposible para dinamitar el naciente proyecto. Los “padres fundadores” libraron una formidable batalla política en cada una de sus opiniones públicas. Lo hicieron con coraje, con visión de futuro y con inteligencia. Los españoles no hemos vivido esa experiencia, porque nuestra incorporación a la Unión Europea se desarrolló como una balsa de aceite, aunque ese episodio feliz tuvo un amargo precio: veinticinco años en la marginación por el régimen dictatorial que padecíamos.

Tengo la convicción de que estas “tres amenazas” no son ni ensoñación ni exageración. Nuestras democracias están íntimamente unidas al proyecto europeo y una desestabilización de la Unión nos retrotraería a los peores momentos de la historia contemporánea de Europa. Por eso, no es éste el momento de la inacción, del business as usual, de la resignación, aunque el “amigo americano” nos infunda algo de temor reverencial. Precisamente la virtud de la prudencia nos exige ahora coraje, determinación y voluntad de acometer con inteligencia un combate político como el que afrontaron los “padres fundadores” y lograron vencer.

Dentro de pocas semanas, el 25 de marzo próximo, vamos a conmemorar el sesenta aniversario de los Tratados de Roma, el nacimiento del Mercado Común. Los europeístas nos hemos citado para proclamar, precisamente en la romana Plaza de España, la vigencia del proyecto europeo, la necesidad y bondad de una Europa unida y fuerte, basada en sus valores fundacionales (libertad, democracia, solidaridad, imperio del Derecho) y para advertir quiénes son sus enemigos. Los jefes de Estado y de Gobierno celebrarán una cumbre, que debe constituir la mejor ocasión para expresar a los europeos y al resto del mundo la fortaleza y el sentido de la integración europea y acordar un ambicioso programa de acción para seguir adelante, superar las dificultades y recuperar la confianza de los ciudadanos.

Sí. El “espíritu de Tusk” debe hacerse presente en Roma, precisamente en defensa de nuestra dignidad.

Eugenio Nasarre es presidente del Consejo Federal Español del Movimiento Europeo.