Politizar las elecciones o los errores no corregidos de la partitocracia

 

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Hay miedo a la abstención, por más que miremos una y otra vez a la participación en las elecciones estadounidenses para colegir que no hay riesgo desligitimación. Si Obama fue elegido con un 57% de participación, en la pasada convocatoria electoral europea participó un 43%. Subrayemos, no obstante, que en cinco de los estados comunitarios (Bélgica, Italia, Chipre, Grecia y Luxemburgo) es obligatorio el voto bajo pena de multa, aunque no siempre somos estrictos en el cumplimiento de la ley.

Y hay miedo porque Europa es un proyecto en construcción y no queremos que la desafección pueda interpretarse como una enmienda a la totalidad, no queremos que el resultado se interprete en clave de rechazo a una estructura de poder ajena a la ciudadanía. Y porque, además, los europeístas sabemos que el Parlamento tiene nuevas competencias, que está cada vez más cerca de la sensibilidad ciudadana, que el control de la cúpula de los partidos sobre sus diputados se relaja bastante con la distancia, salvo en asuntos nacionales y que ha sido, es y será un instrumento fundamental en el proceso hacia la Unión Política.

Tenemos miedo los europeístas y tienen miedo los gobiernos, que serán los destinatarios últimos de esa enmienda a la totalidad, si efectivamente la abstención es de record. Porque, claro, si la mayoría de europeo cree que su voz no se escucha suficientemente en Europa y sólo una minoría tiene una imagen positiva de la UE como  consecuencia de las secuelas de las soluciones europeas a la crisis, en parte por el desestimiento de las instituciones europeas de sus obligaciones sociales, una abstención masiva y/o un vuelco electoral en favor de partidos minoritarios en detrimento de las dos grandes opciones europeas, podría ser también interpretada como un atisbo de relevo en la clase política.

Norte y Sur, lecturas diferentes

 

Claro que esos posicionamientos críticos no tiene una única lectura. Desde el Norte se muestran extremadamente críticos con lo que consideran excesiva debilidad –permítaseme el trazo grueso próximo al estereotipo- hacia esos “manirrotos, corruptos y vagos” del Sur, siempre prestos a pedir y a poner la mano, sin ofrecer nada a cambio, sin asumir responsabilidades, incapaces de poner en orden su casa. Es un lugar común entre algunos de nuestros socios y entre muchos ciudadanos europeos (la encuesta del Instituto Elcano sobre la Imagen de España arroja luz sobre estos clichés[1]). A ver, algo de verdad hay en esas afirmaciones, pero falta mucha más información, más contextualización; vamos que como tópico vale, pero hay que rastrear el fondo.

Desde el Sur se extiende una cierta idea de orfandad. ¿Dónde está ese modelo social europeo que llevó al expresidente Lula a pedir que se reconociera como patrimonio inmaterial de la Humanidad?  En Europa se empieza otra vez a pasar hambre, mitigada en gran medida por la solidaridad de la sociedad civil, y qué difícil resulta escuchar en boca de algún dirigente político europeo palabras de preocupación por la situación social que ha sido uno de los ejes vertebradores de la construcción europea. No es extraño, pues, que en época de clichés y caricaturas, estos ciudadanos europeas identifiquen a la UE como un instrumento de eso que llamamos mercados y que nadie sabe muy bien cómo identificarlos, ponerles rostro y nombre. La troika, los hombres de negro, Olie Rhen, recortes y más recortes… y miran a uno y otro lado y Europa ni está ni se le espera.

Críticas sumables, pero no integrables. Motivaciones distintas pero un denominador común. Lejos del manido euroescepticismo, que resuelve de un plumazo las dudas sobre cómo definir y acotar la creciente desafección política, estoy con el profesor Javier Noya (director del Observatorio de la Imagen de España del Real Instituto Elcano) en el uso -más acertado en mi opinión- del término eurofrustración.

 

Euroescepticismo y eurofrustración

 

Los euroescépticos, como el Partido de Independencia del Reino Unido (UKPI), o el BPN (Partido Nacional Británico), por no salir del país, -y algunas de las nuevas fuerzas que entrarán en el hemiciclo el mayo próximo- sencillamente es que no creen en la idea de Europa, están en Estrasburgo para dinamitarla. A estos escépticos recalcitrantes, sólo una caída del caballo, como San Pablo, -un acontecimiento extraordinario, de gran impacto- les hará volver a la creencia de que Europa merece la pena. Lo suyo no es otra Europa, no, lo suyo es Europa como un continente geográfico, y las naciones, una a una, en su interior.

Pero los ciudadanos europeos críticos con la política de la UE para hacer frente a la crisis, indignados con las instituciones, con la delegación de funciones hacia donde está el poder político y económico, Alemania; esos ciudadanos no plantean una enmienda a la totalidad: aceptan y trabajan por la idea de Europa, tal vez otra idea de Europa, otras soluciones más sociales a la crisis; quieren más tiempo para recuperarse, más distancia de los mercados y del FMI, más diálogo social, compaginar austeridad y crecimiento… Se sienten frustrados por lo sucedido pero no podemos llamarlos euroescépticos, más bien eurofrustrados, precisamente porque las expectativas que tenían depositadas en el proyecto europeo han sufrido un duro golpe al calor de la crisis.

En otro caso, otro grupo de europeos críticos con la crisis desde posiciones de ortodoxia de económica, de demanda de reglas de juego claras, de exigencia de asunción de responsabilidades y de hartazgo por las “concesiones” al endeudado sur, tampoco debemos agregarlos al grupo de los euroescépticos, sí al de los eurofrustrados. Si bien, es cierto que estos sectores de la Opinión Pública europea sí tendrían más vasos comunicantes con el euroescepticismo y por tanto mayor riesgo de engrosas sus filas que los que demandan una Europa más social.

Hablemos pues de eurofrustrados para denominar a buena parte de los europeos críticos hacia la UE; los otros, los euroescépticos, son muchos menos y la crisis sólo les sirve para decir: ya lo ves, teníamos razón, hay que abandonar el euro y la casa común y volver a desandar el camino para restablecer las fronteras económicas y políticas. Nos hacemos todos un flaco favor si confundimos a unos con otros y hablamos genéricamente de euroescepticismo para denominar la creciente corriente de desafección hacia la política. Si fuera así, estarían perdidos para la causa y haríamos bien en preocuparnos porque estaríamos ante gentes desenganchadas e irrecuperables para el proceso de integración europea.

 

Hay que enfocar correctamente el problema para no caer en el inmovilismo

 

Pero sabemos que no es así y deberíamos tener cuidado de no caer en las trampas del lenguaje. Un eurofrustrado es perfectamente recuperable, porque asume y está dentro del proceso de construcción europea, crítico pero dentro, y bastaría –en principio- con hacerle ver que las decisiones son cada vez más europeas y menos nacionales, que el Parlamento puede ser el centro de la vida política europea y que está en su mano cambiar su composición, si no está de acuerdo con lo que se está haciendo, para activar su motivación política.

El asunto no es baladí porque, de que hagamos el análisis adecuado va a depender que los resultados sean exitosos. El euroescepticismo puede llevar a la resignación a algunos europeístas: nada está en nuestra mano para cambiar las cosas –dirían-, la ola crece y nada puede detenerla, la crudeza de la crisis empuja hacia esas posiciones y el problema nos sobrepasa. Piensan o pensarían que cada vez son más los que no les gustan ni el edificio europeo, ni siquiera los cimientos, sencillamente porque no quieren vivir en común o se han convencido de que la crisis ha demostrado que la UE no tiene soluciones para situaciones de emergencia.

La eurofrustración sí nos deja una salida para la acción, para reconvertir la situación. Hemos distribuido mal los espacios, tal vez el número de plantas sea insuficiente, pero no queremos irnos a vivir a un adosado al extrarradio: queremos vivir en el centro, en comunidad y sólo tenemos que ponernos manos a la obra para modificar el edificio. Y lo tenemos a nuestro alcance. El voto es una palanca para la acción.

 

Politizar las elecciones sí, pero… Una pensada

 

Y en esa situación de miedo, hace tiempo que los partidos políticos europeos se pusieron manos a la obra. Hay que politizar las elecciones. El error de los socialistas españoles anunciando antes de las elecciones de 2009 que su candidato para presidir la Comisión Europea sería José Manuel Durao Barroso, tuvo un coste electoral. ¿Qué coherencia tenía que los socialistas propusieran a un candidato conservador para presidir la Comisión? ¿Qué sentido tenía, entonces, el voto?

Y eso también marcó el camino. Tiene que haber –dijeron unos y otros partidos- listas electorales con un candidato europeo a presidir el gobierno comunitario, un candidato que debería hacer campaña en todos los estados y que al tener la pátina ideológica del partido que lo respalda y tener que debatir sus programas y propuestas con candidatos de otros partidos,  politizará inevitablemente la campaña electoral, al modo de las campañas nacionales; y eso –pensaron- alentará la participación.

Dicho así, parecía una buena estrategia. Pero hete aquí que aquello que parecía tan evidente y que improvisaron los del PPE en una reunión en Estoril con la Constitución portuguesa como chuleta de urgencia para afinar la propuesta, ya no les parece una idea tan brillante. De hecho en una reunión informal de ministros de Exteriores en Lituania en mayo de 2013 donde se debatió el asunto, la cosa ya no era tan clara. Dudas, preguntas al aire… Y si ocurriera que… hipótesis sobre posibles resultados… y al final ¡demósle una pensada!

Claro, podría ocurrir que ganaran los populares, como en las últimas elecciones, o los socialistas; pero sin mayoría suficiente. En esta última legislatura, como el partido más votado era el PPE, el presidente de la Comisión fue Barroso. Pero ¿qué ocurre si hay un pacto entre otros grupos parlamentarios minoritarios y proponen a un candidato con suficiente respaldo parlamentario? Y es una hipótesis que, dada la diversa casuística que mueve el voto en las elecciones europeas, podría suceder. Es perfectamente posible una caída importante de las opciones mayoritarias –con responsabilidades, además, en todos los gobiernos nacionales, y un crecimiento considerable de opciones hasta ahora minoritarias. Y puede ocurrir porque la indignación por las soluciones –o no soluciones- a la crisis es patente y porque los comicios europeos siempre han sido proclives al pago de facturas pendientes en el ámbito nacional, sin excesivo riesgo de inestabilidad.

Hay que poner sordina, pues, a esa propuesta o catalogarla de perfil bajo, no decir que no se contempla, pero que no tenga demasiado recorrido. Eso parecieron pensar algunos de nuestros líderes porque es lo que se atisba en los ámbitos de decisión europeos.

Y prueba de que el entusiasmo inicial por la propuesta ha ido decayendo es que a unos meses de las elecciones no hay ningún candidato a presidir la Comisión oficialmente proclamado. Si ya resulta difícil lanzar a un líder político nacional y que sea conocido por el electorado en poco tiempo, hacer lo propio, en menos tiempo y en 28 estados, se antoja imposible. Y si tenemos en cuenta, además, que el modelo es novedoso, el que no se haya un dado un sólo paso en esa dirección parece avalar la hipótesis del paso atrás.

 

Un reto para la mercadotecnia política

 

Pero vamos a dar por lanzada la propuesta, los partidos convencidos de su bondad como agitador electoral, los candidatos oficialmente nominados y todos metidos en precampaña. Una hipótesis, como digo, bastante improbable. Y he aquí que entran en escena otros personajes: asesores, estrategas electorales… ¿Quién podría asegurar que Martin Schultz, por ejemplo, aspirante en el momento de escribir estas líneas a encabezar las listas de Socialistas y Demócratas, mantendría el mismo discurso en Alemania y en España o en Grecia?  Mi respuesta es que nadie pondría la mano en el fuego por que esa hipótesis se cumpliera.

Si la idea inicial es politizar la campaña para que surja el debate político, para que los medios entren  de lleno con su particular concepción de la lucha partidaria y, en consecuencia, para que los ciudadanos queden enganchados y concernidos por esa gran puesta en escena que es la política actual, mucho temo que no iríamos demasiado lejos. Porque si Schultz quiere atraer votantes españoles, ¿qué respuesta debería dar en una hipotética rueda de prensa en Madrid cuando le preguntaran los periodistas si no cree que para reducir esa fatídica cifra de seis millones de parados hay que hacer algo más que recortar derechos, salarios, pensiones , servicios sociales y subir impuestos? Si se le notara el más mínimo atisbo de simpatía hacia políticas incentivadoras del crecimiento el titular en los medios de comunicación alemanes sería demoledor para sus intereses allí.

Multipliquemos ese riesgo por las combinaciones de 28 países tomados de dos en dos, o de tres en tres, o de cuatro en cuatro… y tendremos ante nosotros el mapa sísmico derivado de un hipotético error en unas declaraciones públicas de los candidatos. Conclusión: ya tenemos a la pléyade de asesores y estrategas, la flor y nata de la mercadotecnia política aconsejando perfil bajo, mensajes light, frases ambiguas y multisémicas, declaraciones altisonantes pero carentes de contenido…  En fin, nada que pueda favorecer el debate político, la atención mediática o la agitación ciudadana.

 

Hacer campaña con lo evidente, con lo que nos concierne

 

La campaña está lanzada y no necesita de grandes artificios. Basta con debatir por qué hemos llegado a la crisis actual y cuáles han sido las soluciones o recetas aplicadas. Analizar los resultados y buscar quién o quiénes las han aplicado. Eso es un debate político y tiene mucho que ver con las opciones que están en juego en las próximas elecciones al Parlamento Europeo.

En segundo lugar podemos analizar y debatir por qué hemos llegado a esta situación: si en Maastrich, además de diseñar la moneda única, deberíamos haber sentado las bases de una armonización fiscal, de la  Unión Económica, en definitiva; si nos equivocamos con la Estrategia de Lisboa porque  no supimos prever las consecuencias de la globalización y porque,  cuando hacemos prospectiva,  nos marcamos sólo nuestros hitos sin pensar en lo que hagan los demás y su influencia en nuestra hoja de ruta…

Y, de paso, por más que haya supuesto un salto importante hacia adelante, podríamos detenernos en analizar el Tratado de Lisboa y si no se nos había quedado viejo antes de su entrada en vigor, entre otras cosas porque nada se dice de gobernanza económica en sus páginas, precisamente cuando entró en vigor en 2009 coincidiendo ya con primeros estertores de la crisis tras la caída de Leman Brothers.

Y no se trata de culpar a nadie; se trata sólo de detectar las lagunas que hemos dejado por el procedimiento habitual de toma de decisiones en la UE. Es verdad que en plena crisis se han tomado de decisiones de gran calado, que suponen una importante cesión de soberanía en favor de la Unión y se ha hecho en tiempo record para nuestros hábitos, pero eso no debe contentarnos. Es más, cuando se toman decisiones empujados por la situación, corremos el riesgo de legislar a la carta para una situación y casuística concretas pero con escasa aplicabilidad ante otros detonantes que hoy pueden ser imprevisibles. Ya se sabe, aquello de legislar en caliente.

 

El debate sobre las reformas necesarias

 

Es urgente, pues, acometer un proceso de reformas en profundidad que sea capaz de acotar –valga el símil- amplias avenidas capaces de acoger el denso tráfico que se avecina y criterios de sostenibilidad en el sistema energético para lo que pueda venir en el futuro. De eso se trata: de dotarnos de cauces y protocolos de actuación duraderos, capaces de hacer frente a retos futuros hoy por hoy tal vez ni siquiera contemplables.

Porque lo que no podemos de ninguna manera es mostrarnos satisfechos con lo que, obligados por la crisis, hemos tenido que hacer en materia de supervisión bancaria o del control comunitario de las cuentas públicas de los estados. De ninguna manera. Si buscamos el plano master, podemos hacer una lectura positiva. Pero si vemos la secuencia completa no se atisba final feliz. Porque lo único que estamos haciendo es tapar agujeros de erróneas planificaciones pasadas, de iniciativas sin los estudios de prospectiva necesarios… Pensar, como se hizo en Maastrich, que podíamos llegar la Moneda Única sin promover una auténtica Unión Monetaria y Fiscal era de ilusos. Y luego llegó lo que llegó.

Esas medidas, por muy optimistas que seamos en su valoración por el carácter federalizante de alguna de ellas, no van a resolver situaciones futuras porque han sido pensadas para un problema concreto acotado en un momento concreto, porque nadie ha pensado en un modelo realmente federal al que dirigirse, porque están huérfanas de coordenadas, descontextualizadas;  porque, en definitiva, no están inmersas en ningún proyecto, diseño o plan en busca de un objetivo. Ese es el problema. No caigamos en el error de sobrevalorarlas, ávidos como estamos de dotar a la construcción europea de una narrativa de la que carece desde el comienzo de la crisis.

 

La tarea del Movimiento Europeo

 

Y ahora nos toca. El Movimiento Europeo debe asumir su papel histórico y dotar de un plan, de una narrativa, de unos objetivos y de un punto de llegada a todo este proceso desmadejado e incoherente. Sí, incoherente; entre otras cosas por la provisionalidad y la urgencia con que se adoptan las medidas.

El proceso de reformas debe ponerse en marcha tras un amplio debate político en el que sociedad civil participe activamente y se haga oír por los líderes europeos. Y qué mejor que una campaña electoral europea para lanzar ese gran debate que nos movilice y que movilice a la ciudadanía. Los partidos pueden circunscribir su campaña a asuntos más menos coyunturales, limitar la agenda a cuestiones de fácil recorrido y de debate  controlable; ahora estarán pensando en esa posibilidad porque no les preocupa mucho más que el resultado electoral. Nada más. No les preocupa si es necesario promover un gran debate público que enganche a la ciudadanía de nuevo con la idea de Europa como proyecto y de europea como solución.

Pero el Movimiento Europeo está por encima de los partidos y más allá de ellos. Con ellos, con los partidos, pero situados en una atalaya con mucha más amplia perspectiva. Y es nuestra obligación moral atraerlos y convencerlos de que hay que abrir el enfoque y de que tienen que asumir su responsabilidad como lo que son constitucionalmente, instrumentos de participación política de los ciudadanos y no correa de transmisión de decisiones tomadas por una minoría instalada en la cúpula. La calidad democrática de una sociedad se mide por eso, por la calidad de los mecanismos de participación política, por la amplitud y el pluralismo del debate público y por la toma de decisiones tras un debate realmente abierto y participativo.

Hagamos lo posible desde el  Movimiento Europeo para que los partidos tomen conciencia de la situación desafección hacia la política y hacia el proyecto de construcción europea, y actúen en consecuencia.



[1] http://www.realinstitutoelcano.org/wps/portal/rielcano/contenido?WCM_GLOBAL_CONTEXT=/elcano/elcano_es/observatoriomarcaespana/estudios/resultados/barometromarcaespana-

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