El Constitucional alemán, ¿enemigo de la integración europea?

CONSTITUCIONAL ALEMAN

Publicado originalmente en agendapublica.es

Cada vez que el Tribunal Constitucional Federal alemán se pronuncia sobre la validez de alguna de las medidas con las que Europa ha afrontado sus múltiples crisis, una avalancha de opiniones críticas cae sobre él desde todos los puntos geográficos del Viejo Continente, incluido el español. Basta recordar lo sucedido en mayo del año pasado, cuando los guardianes de la Constitución germana hicieron explícitas sus dudas sobre la validez del programa de compra masiva de deuda del Banco Central Europeo (el famoso quantitative easing). Se habló de “rebelión desleal”, de una acción que “oscurece el futuro de Europa”, incluso de “petardazo de Berlín hacia Europa”. Nada tiene de extraño, pues, que una nueva serie de juicios marcadamente negativos haya seguido al auto de 26 de marzo por el que los magistrados alemanes frenan cautelarmente la ratificación de los planes de recuperación europeos, el así llamado programa Next Generation. En tal sentido, ya ha habido quien ha hablado, incluso, de “piromanía” de los jueces de Karlsruhe.

Estamos convencidos, como hemos tenido ocasión de escribir, que no tiene sentido que el futuro de la Unión Europea y, en particular, de la Unión Económica y Monetaria dependa en último extremo de una decisión judicial, se dicte en Karlsruhe o en Luxemburgo. Pero en lugar de precipitarse a vituperar a los jueces alemanes y pedirles que sean lo que no son y no deben ser (es decir, órganos exclusivamente políticos que actúan de acuerdo con criterios de oportunidad política o económica), conviene comenzar por preguntarse si sus decisiones y sus argumentos son jurídicamente razonables. Dicho en otros términos, ¿es cierto, como pretende la Comisión Europea, que los magistrados germanos están viendo problemas donde no los hay?

La clave está en los artículos 310 y 311 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. En el tercer párrafo del artículo 310.1 se dice textualmente que “el presupuesto [de la Unión Europea] deberá estar equilibrado en cuanto a ingresos y gastos”. A ello se añade que en el segundo párrafo del 311 puede leerse que la financiación del Presupuesto debe producirse con “recursos propios”, es decir, impuestos y contribuciones nacionales (aunque, ciertamente, se añade que ello será “[s]in perjuicio del concurso de otros ingresos”). La duda inmediata que surge es si un programa que conlleva la emisión de 750.000 millones de euros de deuda supranacional a muy largo plazo (38 años) no implica necesariamente infringir lo establecido en estos artículos, que parecen dejar estrecho margen para el recurso por parte de la Unión Europea a la financiación del gasto a través de la deuda.

A lo dicho en los artículos 310.1 y 311 se une lo establecido en el 125.1 del mismo Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea. Y es que, al emitirse cantidades ingentes de deuda común, se crea una solidaridad de hecho y de derecho entre los tesoros nacionales, que se haría bien evidente en el caso de que un Estado fuese incapaz de devolver las cantidades que le fuesen prestadas. Esto es algo contrario a lo dispuesto en el citado artículo 125.1, en la medida en la que éste prohíbe cualquier iniciativa que haga de los Presupuestos estatales vasos comunicantes. Es decir, los mismos tratados impiden el rescate mutuo entre estados y la ‘mutualización’ de una deuda común.

Podrá objetarse, y con razón, que los artículos 310 y 311 son reliquias históricas, restos fósiles de una época (1957) en la que la Comunidad Económica Europea era una simple organización intergubernamental, y no la unión cuasi federal actual. Pero el hecho es que ambas normas siguen formando parte del Derecho vigente de la Unión. Del mismo modo podrá argüirse, parafraseando a un ex presidente de la Comisión Europea, que el artículo 125 es profundamente estúpido, reflejo de una actitud esquizofrénica respecto a la Unión Monetaria. Y de nuevo deberá replicarse que la estupidez de una norma no forma parte de los criterios de validez de la misma.

Pero quizá el principal argumento contra las continuas interrupciones que protagoniza el TC alemán es el que apunta, no sin razón, al papel de máximo intérprete del Derecho de la Unión Europea que éste parece adquirir cuando, como es sabido, en verdad correspondería al Tribunal de Justicia de la propia UE, el de Luxemburgo. Aquí es donde encontramos, también, la principal debilidad de todo el proceso de integración europeo que permite este constante tira y afloja. Aunque, en efecto, es el de Luxemburgo quien debiera tener la última palabra sobre el alcance de los tratados, éstos no han dejado de ser en ningún momento instrumentos de Derecho internacional cuya legitimidad sigue residiendo en la base constitucional de los estados miembros, que es la que autoriza la atribución expresa de competencias a la Unión. Por ello, tribunales como el alemán de Karlsruhe pueden permitirse (y deben) fiscalizar hasta qué punto se extralimita o no Bruselas, en tanto el marco jurídico de toda la UE descansa, al fin y al cabo, en la cesión estatal de atribuciones que constituciones como la alemana, o la española, consienten y alientan. En el caso que nos ocupa, el TC germano suele ser muy celoso de la posibilidad de control presupuestario que tenga el Bundestag sobre el dinero alemán desembolsado, control que se podría complicar caso de que no se cumplieran los límites del artículo 125 ya analizados sobre la corresponsabilidad financiera entre estados. Autonomía presupuestaria del Parlamento de Berlín que, para los magistrados de Karlsruhe, es correlato de la soberanía e independencia constitucional de Alemania sobre las que se asienta el consentimiento para formar parte de la UE. Por tanto, mientras el proyecto europeo continúe atado en su misma existencia a las constituciones nacionales de los estados miembros, sin una legitimidad propia y directa de los pueblos europeos, la fragilidad de la Unión persistirá inevitablemente.

Sentado todo ello, ¿de verdad es tan sumamente irrazonable la decisión del Tribunal Constitucional alemán de considerar que ha de examinar a fondo la cuestión, y que para ello es imprescindible suspender temporalmente el proceso germano de ratificación de la decisión europea?

Es cierto que las crisis que se han sucedido desde 2008 han hecho añicos muchas de las normas centrales en la constitución económica y monetaria de la eurozona, algo que ni el Tribunal Constitucional Federal alemán ni el de Justicia de la Unión Europea han reconocido plenamente. Cabe, por ejemplo, preguntarse qué queda de la totémica independencia del Banco Central Europeo una vez que el mismo posee en torno a la cuarta parte de la deuda pública total de la zona euro, y que desde marzo de 2020 ha adquirido el 70% de la deuda pública emitida. Pero si en lugar de coger al toro jurídico por los cuernos, y escribir nuevas normas acordes con la realidad, nos limitamos a pedir a los jueces que no se tomen en serio el Derecho, como en el fondo se pide al Tribunal Constitucional alemán, mal podremos indignarnos cuando lo infrinjan tanto los (demasiados) orbanes que proliferan en Europa como los gobiernos que se dedican, con mayor o menor disimulo, a la venta de pasaportes al mejor postor.

El Derecho democrático no es un elemento decorativo, sino un pilar fundamental del ideal de Estado Social y Democrático, y debemos cuidarlo sin dobles raseros y sin chapuzas jurídicas. Si no queremos que dependa de continuas decisiones judiciales de última hora, seamos atrevidos y defendamos la necesidad de una Unión cada vez más estrecha entre los pueblos europeos que se articule, de verdad, con una base de legitimidad propia, directa y democrática. No es nunca una buena idea disparar sobre el pianista, aunque vaya vestido con toga.