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Democratizar la democracia europea para llegar al corazón y a la razón

democraciaQue corren malos tiempos para el europeísmo, es innegable. También lo es que, en una Europa en la que parece haber desaparecido un euroescepticismo sano y crítico, crecen exponencialmente las ideas frontalmente antieuropeístas. Esta misma semana se filtraba a la prensa un borrador del acuerdo de Gobierno en Italia en el que se contemplaba la creación de un mecanismo para salir del euro.

Mientras tanto, tenemos a una Unión Europea donde está ocurriendo una tormenta perfecta, al verse azotada por una multicrisis, (institucional, económica y política) y en un impasse institucional que la mantiene en estado vegetativo: viva, pero sin síntomas de mejoría.

Weber sostenía que “no puede haber poder sin legitimación por parte de los ciudadanos”, y probablemente el descrédito que está viviendo en estos momentos Bruselas es, en parte, resultado de un diagnóstico erróneo que ha llevado a aplicar los remedios equivocados. El mejor ejemplo de todo ello es el Parlamento Europeo, una institución que (afortunadamente) ha ido ganando peso en la toma de decisiones comunitaria y que es el símbolo de la democracia continental. Sin embargo, hemos pecado de ingenuos los europeístas, al pensar que por dotar de más poder a una Asamblea en la que votan poco más que el 50% del censo europeo, las instituciones comunitarias se iban a acercar por arte de magia a los ciudadanos. Casi me atrevería a decir lo contrario. Muchos ciudadanos sienten que cada vez ceden más poder a unas instituciones en las que no se ven representados, y de ahí el nicho electoral que ha surgido en el último lustro a los populismos que tratan de rescatar el discurso de la soberanía nacional.

Obviamente, no estoy afirmando que no sea partidario de  dotar de más poder al Parlamento Europeo. Al contrario, cuanto más poder, más democrática será la Unión en teoría. Sólo pienso que, aunque teníamos el diagnóstico adecuado (la percepción de lejanía de Europa por parte de los ciudadanos), no hemos sido capaces de ponerle remedio, y de aprovechar esos avances institucionales para comunicarlos con eficiencia a las sociedades europeas.

Desde el punto de vista político, la Unión Europea es su propia víctima, por haber consentido que los gobiernos de los Estados Miembros la utilicen como chivo expiatorio, atribuyéndole el origen de la mayoría de reformas impopulares entre sus votantes. Y ya se sabe: de aquellos polvos, estos lodos.

En términos de comunicación, la Unión Europea parte con gran desventaja con respecto a cualquier Estado-Nación ya que es cuestionada tanto por audiencias de tercero países ajenos a la Unión, como por las propias audiencias de los estados que la conforman. Por lo tanto, el reto es mayúsculo y supone realizar labores de comunicación en una doble vertiente: por un lado conseguir ser un actor visible, creíble y fiable dentro de los Estados Miembros, poniendo en valor las políticas comunitarias que desarrolla y que, con sus aciertos y sus errores, traen prosperidad al conjunto de los ciudadanos, y por otro, reafirmándose como un actor imprescindible para la gobernanza internacional.

Khanna mantiene que la Unión Europea sería la primera “potencia metrosexual” del mundo por combinar “los poderes coercitivos de Marte con las artes de seducción de Venus”. Esta afirmación se sustenta de un lado por el abusivo uso de recursos y estrategias relacionadas con el poder blando (soft power), tales como la economía o la cultura europea como reclamo internacional, y de otro, por la limitada capacidad en materias tan fundamentales hoy en día como la unión política o la acción militar.

La Unión Europea es un concepto muy complejo en sí mismo, y eso requiere numerosos esfuerzos de comunicación para explicar qué es, y no menos importante, qué no es Europa. Desde hace años escuchamos la coletilla de que “la Unión Europea debe hablar con una sola voz”, pero los errores de diseño institucional no permiten que ese deseo se llegue a materializar en algo tangible.

Europa plantea para los ciudadanos más preguntas que respuestas, y por ello, tanto desde el punto de vista comunicativo como político debemos ser capaces de “darle la vuelta a la tortilla” y responder a los retos del siglo XXI de un modo original y con la suficiente determinación como para ser tomada en serio. Lo estamos consiguiendo poco a poco, y lo estamos comunicando. Buen ejemplo de ello es el papel de catalizador e incluso guardián que estamos jugando a nivel de la Unión Europea al reafirmarnos en nuestro compromiso con el Acuerdo por el Clima de París ante un Estados Unidos impredecible.

Europa no debe decidirse ya a en los despachos, sino que es hora de darle la voz a los ciudadanos y de adentrarse en una reforma institucional de calado que politice verdaderamente las instituciones, y rompa ese mensaje de consenso en un proyecto que se ha comunicado durante años y que ya no funciona. Después de 60 años, la Unión Europea ya es un ente suficientemente madura como para abordar debates y encajar críticas  sobre lo que hace, y permitir que los ciudadanos salgan de la la dicotomía Europa buena / Europa mala, donde lo que se pone en cuestión es el propio sistema.

No podemos pretender impulsar y desarrollar un proyecto enminentemente político sin hacer partícipes a los ciudadanos. Para situar a la Unión Europea en la esfera pública es preciso que deje de ser percibida como una “política de élites” y pase a ser vista como “política popular”, como lo es cualquier Ayuntamiento.

Necesitamos que los ciudadanos no sólo hablen de Europa como “fuente de dinero” sino como idea y como identidad. Necesitamos que sean las sociedades las que expresen qué tipo de Europa quieren, sin caer en el paternalismo de presentar Europa como un proyecto lineal, que parece estar siguiendo un meta escrita por alguien anónimo. Los ciudadanos necesitan a Europa y Europa a los ciudadanos. Estamos en un momento de la integración en que precisamos que, desde el ganadero gallego, al metalúrgico vasco pasando por el industrial andaluz, reconozcan a sus líderes políticos europeos. Un momento en el que ha llegado la hora de simplificar los procedimientos de toma de decisiones rompiendo las dinámicas estatalistas que llevan años bloqueando el avance de instrumentos básicos tanto desde un punto de vista de la integración como de la comunicación, como por ejemplo el Pilar Social Europeo, tantas veces anunciado.

Iniciativas como las listas trasnacionales (propuesta a la que los europarlamentarios se han opusieron en votación), o el spitzenkandidaten representan avances, lentos, pero avances en la politización que, bajo mi punto de vista, significaría una automática mejora en la comunicación europea.

Las sociedades, sin embargo, no se muestran entusiasmadas con esas propuestas ¿Por qué? Porque nuestros conciudadanos están más preocupados por problemas como la pérdida de derechos laborales, la igualdad de oportunidades, las condiciones laborales, el medio ambiente o la inmigración. La trazabilidad del pescado o el etiquetado del aceite de oliva no copan titulares porque, aunque la seguridad alimentaria es un tema fundamental, no forma parte de los acalorados debates que podemos escuchar en un bar o durante la cena de navidad de cualquier familia. Algo que no se habla, no existe y, normalmente no se habla de los consensos, sino de los disensos. La clave por lo tanto, es democratizar la política europea para comunicar y llegar mejor a los ciudadanos.

Decía Oscar Wilde que “everything in the world is about sex except sex. Sex is about power” y Delors era perfectamente consciente de que “nadie se enamora de un mercado único”.

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